jueves, 24 de enero de 2013

La vecina de Borges



Dos palabras antes de dejar el cuento. Es menester que sepan que la persona que me trajo la idea del cuento es ese ser puro de alma y corazón llamado Sandra Bogado Martínez. A ella está dedicada esta simple página de literatura. No tengo la menor duda de que ella lo escribiría mejor. 
Sandra, nadie nos lee ahora, pero dejame decirte algo: gracias por estar.

j.m. 



La vecina de Borges

para Sandra Bogado Martínez.


No tengo idea porqué, pero cuando abrí la puerta del ascensor, Borges estaba ahí. Después de tantos años de tenerlo como vecino en mi departamento de la calle Laprida, el destino nos tenía uno al lado del otro. Por obvias razones, él no sabía quién era la persona que tenía en frente, pero desde hacia varios años vivo en este edificio a apenas dos pisos por debajo del de Borges, su madre (cuando estaba viva) y Fanny. Siempre estuve tentada de ir a la puerta de su departamento y ver si podía charlar aunque sea unos pocos minutos con él, y si se daban las circunstancias, leerle alguno de mis poemas o de mis cuentos que había escrito a lo largo de mi vida. Tenía entendido que él era muy afecto a las visitas que recibía y era muy gentil hacia todo aquel que se le acercara, pero la imbatible timidez que tengo no me permitía acercarme siquiera a la puerta del ascensor y subir dos pisos.
En realidad, me lo crucé un montón de veces a Borges. Sea del brazo de Fanny, su eterna sirvienta, o del brazo de la madre, o de la enorme cantidad de amigos y amigas que tenía por todas partes y que iban a visitarlo. De todos los amigos de Borges con los que hablé siempre voy a tener un recuerdo hermoso de Bioy: él siempre estuvo dispuesto a hablar algunos minutos conmigo cuando me encontraba en el edificio. Es conocido el afecto de él por todo lo que sea femenino y me animo a decir que en parte le gustaba: yo era una veinteañera que tenía algunas cosas publicadas en diversos lados.
 -Si quiere podemos charlar sobre literatura o sobre otras cosas en mi casa - me decía Bioy. Una vez le dije que sí, pero así como con Borges nunca me animé a ir.
 En realidad no soy tan tímida como dije al principio. Soy alguien bastante sociable. El asunto es que cuando encuentro a alguien que es realmente importante en lo suyo, la admiración que me genera deviene en timidez. Ahora le dicen "cholulismo", pero yo le diría "timidez inocente" a esas sensaciones.
 Recitaba poemas, publicaba seguido en revistas literarias diversos artículos o cuentos: durante diez o quince años figuraba en algún ámbito literario respetado, que si bien eran medianamente conocidos, no encontrábamos un editor real que nos abarcase. No quiero decir mi nombre, pero aquel que revise librerías de viejo sea en la calle Corrientes o en la avenida Santa Fe, o bien en algunos parques, encontraran a bajo precio algunos de mis cinco libros editados. No era alguien conocida como en su momento lo eran Silvina Bullrich, Beatriz Guido o Silvina Ocampo (mujer interesante, por cierto). Pero tampoco era una ermitaña escondida bajo un velo. Mucho sinceramente no me importaba la fama, solo quería saber si estaba logrando un estilo que me satisfaga. Eso es algo que no estoy encontrando en los escritores de ahora. Recuerdo que pulía cada palabra o verso como si de eso dependiera mi vida, a pesar de que nunca estuve conforme con el resultado final. Más de una vez le escuché decir a Borges (citando a Alfonso Reyes) que los escritores publican libros para no pasarse la vida corrigiendo borradores. Y tenía razón.
 Decía que muchas veces me lo crucé a Borges aunque siempre acompañado. Recuerdo que con mis amigas caminábamos por la Galería del Este asiduamente y ahí estaba él. Hubo una vez en especial en que yo me decidí a querer hablarle (eso fue en los setenta, en pleno apogeo de su fama mundial)  pero al verlo comprobé que estaba balbuceando algunas palabras. No me animé a acercarme más porque supuse que estaba ensayando algún verso para la inmortalidad. Tranquilamente podría estar pensando en una lista de comprar o lo que sea, pero no es bueno conjeturar ciertas cosas, más tratándose de Borges. Lo he cruzado en cafés, bibliotecas (sobre todo en la Biblioteca Nacional, que él dirigía, para buscar textos de la facultad), en la calle. No quiero mentir, pero a lo largo de mi vida lo vi en unas quince ocasiones, en quince frustradas ocasiones, agregaría, pues en ningún momento lo encontré para decirle aunque sea Gracias Maestro y que él después dijera con su habitual ironía Bueno, caramba, yo me diría viejo alumno, simplemente. Aprovecho este momento para contar el día que me lo encontré por primera vez. Fue en 1963: yo sabía que él era uno de los vecinos más cercanos de mi edificio pero también sabía que estaba dirigiendo la Biblioteca Nacional que estaba en la calle México durante la tarde. Recuerdo que buceaba en libros buscando material específico sobre literatura gauchesca cuando escuché unos pasos medio acortados seguido del golpe suave de un bastón. Era él, acompañado de una amiga. Yo me quedé estupefacta: era uno de los escritores vivos más importantes del mundo que pasaba lentamente al lado mío. Lo miré del mismo modo en que uno podría contemplar a Dios, pese al agnosticismo de Borges. Recuerdo ahora esos viejos cuadros renacentistas en donde personas comunes y corrientes contemplaban una epifanía con una mirada de revelación. Esa sensación tuve en la primera vez que lo vi. Y ahora...
 Después de tanto tiempo, lo tenía a Borges en el ascensor, solito para mi. No tengo la menor idea de porqué estaba solo. Quizás alguien en el entrepiso lo estaba esperando. Tampoco vale la pena. El tema es que lo tenía a Borges para mi en el ascensor durante 5 pisos en descenso. Podría haberle dicho algo de mi admiración, de mi literatura, de las ganas de charlar que tenía, de cualquier cosa. Yo sabía que él me iba a escuchar. Y que seguramente lo aceptaría. Pero me quedé mirándolo, en forma constante. Casi sin pestañear. Ignoro si él sabía que lo estaba observando, pero algo pudo haber intuido. Cuando el ascensor bajó los 5 pisos solo abrí las puertas para que camine con su bastón hacia donde lo esperaba una amiga. Me dijo Gracias y se fue. No le pude decir ni siquiera De nada. Me insulté por lo bajo por no haberme animado a hablarle, aunque también me di esperanzas de saber que si me lo encontré tantas veces en la vida, seguramente va a haber otra en la que perdería, esta vez sí, la timidez.
Pero esa fue la última vez que lo vi a Borges.